La leyenda de Peñas Blancas (Cartagena)

Hace ya bastantes años en la ciudad de Cartagena, en tiempos de privaciones, vivía en Tallante un párroco con su sobrina a la que llamaba Mari Luz. Era ésta una joven, recién rebasada la pubertad, que se abría a la vida hermosa y dulce como las flores de malvavisco. Los mozos del lugar acudían a cortejarla atraídos por su belleza y el delicado aroma de su lozanía  que esto provocó que tan celoso se pusiera aquel párroco que no permitía a su sobrina ni pisar la calle salvo para ir a escuchar misa.  


Así que Mari Luz veía girar el mundo de lejos, a veces desde su ventana, otras desde el primer banco de la iglesia donde su tío oficiaba el servicio cada día. Y mientras, ella rezaba un amor que la librase de esa suerte.

Sucedió que en ese pueblo vivía también José Juan, un mozo despierto y de buen corazón que hacía los recados del tendero y llevaba a casa del señor párroco legumbres y huevos cada semana. Como de las cuentas de la cocina se encargaba la sobrina, y no conocía la chica más varón con el que cruzar palabra, pasó lo que tenía que pasar y acabó haciendo amistad con el mozuelo o, más bien, prendándose de él. Surgió el romance casto que se avivaba cada noche cuando, bajo la luna y a espaldas del señor cura, José Juan la rondaba al otro lado de la reja de su ventana.

En esto llegó el tiempo de la romería del Cañar, allá por el mes de enero, y salió en procesión la Virgen acompañada del pueblo entero y de los peregrinos de la región. Entre tanta multitud nadie reparaba en que José Juan caminaba muy cerca de la sobrina del cura. Ambos jóvenes se quedaron rezagados al final del grupo, lejos de la atención del atareado párroco, que sólo tenía ojos para los continuos traspiés de los portadores de la Virgen de la Luz.

Cerca de las inmediaciones de la Rambla del Cañar, y amparados por la distracción de la buena Virgen, los enamorados escaparon sin ser vistos, alcanzaron el borde de las paredes de Peñas Blancas y al caer la tarde enfilaron hacia un refugio de pastores donde pretendían pasar la noche. Ya se creían a salvo los jóvenes enamorados cuando sonaron los primeros disparos al aire.

Comandados por el agraviado cura, un grupo de lugareños armados de trabucos intentaban dar caza y escarmiento al ultrajador y rescatar a la mancillada. José Juan huyó con Mari Luz a “salto de mata”, seguro de encontrar un buen escondite en alguna de las galerías horadadas por las recientes explotaciones mineras.

Cuando el grupo les dio alcance, ya bordeaban los altos de las minas de hierro y sólo una figura se recortaba en el atardecer. El cura, loco de rabia y celos al distinguir la silueta del mozo raptor, agarró el trabuco cargado de uno de los vecinos y disparó. Más que a José Juan debió acertar a las piedras que lo sustentaban, pues cayó el joven despeñado con un gran estruendo de rocas, que abrieron un gran boquete en una de las galerías y sepultaron su cuerpo bajo el desprendimiento.

De Mari Luz nunca más se supo. Con la salida del sol, después de buscarla toda la noche inútilmente por las distintas galerías, los lugareños descubrieron espantados una nueva forma en la roca, allí donde José Juan había sido sepultado, una figura de mujer, moza de senos turgentes y expresión triste, aparecía recortada en bajorrelieve sobre la pared vertical que hacía de lápida a la tumba de su amado.

 

Cuentan la leyenda que el párroco enloqueció y terminó sus días perdido en aquellos montes, desafiando los cortados verticales de  caliza  de  las  Peñas  Blancas  y  llorando  a  su  sobrina por las galerías abandonadas de las minas de hierro, donde su alma condenada sigue penando por aquellos parajes, vigilando a la doncella que vive en la roca y dispuesto, trabuco en mano, a despeñar a cualquiera que ose tocarla.


Editado por Antonio Pérez Díaz

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Fuentes del artículo: Archivo Municipal de Cartagena / elmausoleo.jimdo.com

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